[Relato también publicado en Sopa de Relatos, dividido en tres partes, I, II y III]
(Trece trece trece TRECE ¡trece!) ¿¡Qué!? El grito resonó en su cerebro como si tuviera un altavoz adherido a su tímpano. Miró a su derecha, sobresaltado y constató que su mujer seguía durmiendo tranquilamente sobre la cama. Al parecer no la había despertado con el grito final de su ¿pesadilla?. “He debido de gritar aún en sueños. Qué
(trece)
raro”, estaba pensando cuando aquel dolor volvió a atacar sus sienes. Maldita sea, sentía como si la cabeza le fuera a estallar. Decidió ir a la cocina a por un vaso de agua, echar una meada y volver a la cama. Miró el reloj de la mesilla, a su izquierda. Eran las dos y trece minutos de la noche. “Vaya, qué curioso”. Con cuidado de no mover demasiado la sábana, sacó una pierna y puso el pie en el suelo. La habitación matrimonial que compartía con su recién adquirida (esclava) mujer era pequeña, muy pequeña. La cama, de
(trece)
dos metros de largo y uno cincuenta de ancho, pies mirando hacia la puerta, la ocupaba prácticamente por completo. Si al menos los (desgraciados) avaros de sus padres hubieran tenido la decencia de, aunque fuera, dejarles prestado su pisazo en las afueras… pero no, nada de eso. Eran unos verdaderos judíos, tacaños a más no poder. Y ella no había dicho ni mu. Tonta, como todas, no era más que una vulgar tonta. Apoyó el otro pie y se irguió. Pero estaba muy buena, joder. Valía la pena que fuera tonta.
En penumbra, con la pálida luz lunar que dejaba filtrar la persiana a medio bajar, contempló, o más bien intentó contemplar su imagen en el espejo de la puerta del armario. “Con tan poca luz no se aprecia toda la belleza de mis treinta años”, pensó irónicamente mientras en el espejo un hombre ciertamente tripudo y en calzoncillos se tocaba la panza (TRECE). ¡Otra vez ese dolor! Quizá debería tomarse una aspirina además del (trece TRECE) vaso de agua. ¡Mierda! La cosa iba cada vez a peor. Dejó de sobarse el estómago y giró hacia la puerta del dormirtorio, pero su movimiento fue tan rápido que pudo escuchar el sonido del dedo meñique de su pie derecho al chocar contra la pata de la cama. Apretó
(TRECE)
los dientes, la cabeza seguía palpitándole, ahora acompasada con su pie. ¿Se habría hecho una herida? ¿Sangraría? “Bah, que lo limpie ella mañana”. Salió y entornó la puerta hasta dejar sólo una rendija, para que la luz no la despertara, y buscó a tientas el interruptor. Lo encontró (trece trECE) y lo aporreó con la palma abierta de la mano. Nada, continuaba la oscuridad. Se le estaban empezando a hinchar las pelotas. “Menuda mierda de piso, se ha vuelto a fundir la bombilla del pasillo”. A él no le gustaba la oscuridad, tenía probablemente una fractura -o al menos una fisura- en el inútil meñique de su pie y para colmo, aquella puta voz que parecía habitar en su cabeza no paraba de repetir el mismo número una y otra vez. “¿¡Trece qué!? ¿¡Qué, joder!?” gritó mentalmente. Que le den a la luz y a la oscuridad. Un hombre de verdad no le tiene miedo a la oscuridad. Claro que no.
(treeeeeeeceeee)
Ahora la voz parecía susurrar. ¿Se estaría volviendo loco? No, seguramente serían solamente los restos de alguna pesadilla que no conseguía recordar. Se pasaría enseguida, seguro. Giró a su izquierda, con el plano del piso en la mente, y dio (TRECE) trece pasos -”vaya, qué curioso, has acertado, vocecilla, ¿eh?”- hasta que su mano topó con el pomo de la puerta de la cocina. Estaba empezando a sentirse mal. No ya físicamente, el pálpito arrítmico -”¿por qué arrítmico? No debería ir acompasado con el corazón? Joder, no me irá a dar un infarto o cualquier otra mierda de esas…” – de su cabeza y su pie eran motivo suficiente para estar hecho un asco. Era la sensación de que algo iba mal. ¿Se habría ido la luz? Sintió una punzada de pánico pero consiguió
(treeeEEEEECEeee)
dominarse. Otra vez la vocecilla. No, definitivamente aquello no iba bien. Empujó la puerta de la cocina y se abalanzó hacia la nevera. La nevera tendría luz. Ya agarrado el tirador, pero antes de llegar a abrirla, una sombra negra que habitaba en su visión periférica, sobre el ya de por sí oscuro suelo le dio un vuelco al corazón. ¿Sería ese maldito gato negro? Ya iba a tocando la hora de poner fin a esa historia. Algún día se tendría que decidir a coger un cuchillo y cargarse al puto animal mientras durmiera. Oh, sí, así por fin dejaría de molestar. No era suyo, pero su muj…(treeeeeeece) la puta de su mujer lo dejaba entrar, le tenía lástima. ¿Y si lo hacía ahora mismo? A la mierda las vocecillas, el dolor de cabeza y del pie, se tomaría una aspirina y se lo cargaría. ¡Buena idea! Abrió el cajón y cogió un cuchillo de sierra -”así disfrutará de un sufrimiento acorde al mío, no he hecho más que aguantar desde que apareció esta inmunda bestia”-. Se giró y comprobó que la forma de la sombra que había visto antes era la de un gato. “Seré miope, pero no estúpido”, pensó incoherentemente.
(trece)
Tomada la decisión de poner fin a la vida del felino, se agachó y comenzó a moverse lentamente hacia la pared que se encontraba a la derecha de la puerta de la cocina. Debajo de la silla es donde parecía estar durmiendo el bicho. Alzó la mano portadora del arma, cerró los ojos -“trece puñaladas, sí, a ver si ahora te callas”- y saboreó el momento. Probablemente al matar al gato las voces se acallarían. Sí, era más que probable. Agarró el cuchillo con las dos manos y lo bajó.
(¿trece?)
Había apuñalado algo blando. Pero la jodida voz no había desaparecido. Antes de sacarlo, retorció el cuchillo y abrió los ojos. Había apuñalado un cojín. Un maldito cojín. Pero allí debería estar el gato durmiendo, maldita sea. Seguro que habría (trecetreceTRECE) escapado, sigiloso, sin que se diera cuenta. Giró lentamente la cabeza hacia la izquierda, intentando fijar la vista en la ventana. Estaba entreabierta. ¿Habría huído por ahí la bestia? ¿Habría ido al pasillo? ¿Por qué tan oscuro? Su corazón empezó a latir más fuerte, y el dolor de cabeza empeoró. Se estaba cabreando de verdad. Pero empezaba a tener miedo de sufrir alucinaciones. ¿Y si el gato no había entrado esa noche? La verdad es que no lo recordaba, no había prestado mucha atención a lo que decía la desgraciada (treCe puta puta) puta de su mujer. Otra vez la voz. Cada vez estaba más convencido de que tenía alucinaciones. Ahora su cabeza empezaba a dar vueltas y le costaba demasiado pensar con claridad. Decidió que el gato habría ido al pasillo. Alargó la mano hacia la puerta, que ahora quedaba a su izquierda, y antes de poder abrirla le pareció ver dos puntos rojos, ojos demoníacos de película de terror barata, observándole desde la oscuridad. Intentó gritar, pero la exclamación murió en su garganta y cerró de un portazo.
Mierda, mierdamierdamierda. Buscó el interruptor de la luz de la cocina sin atinar. No lo encontraba. Estaba empezando a ver todo (trece TRECE TRECE ¡ya!) borroso. Es decir, más borroso de lo que la miopía le tenía acostumbrado. Cabeza palpitante. Pie palpitante. Luz, necesitaba luz, más que aquella semiclaridad que entraba por la ventana. ¿Habría desaparecido el interruptor? Vaya mierda de casa. (treeeeeeceeee). Volvió a acercarse a la nevera, la abriría y su bombilla interna le ayudaría a encontrar el interruptor. Sí, eso es. Encendería la luz, se desprendería de todos esos miedos absurdos, tomaría una aspirina del armario y la ayudaría con un largo trago de agua helada, que a la vez le permitiría despejarse y ahuyentar a La Voz de Los Cojones. Era un plan perfecto, estaba mareado pero seguía siendo capaz de pensar. “Soy un genio”. Todo ese pensamiento pasó por el cerebro del genio en menos de medio segundo. El genio abrió la nevera bruscamente y encontró
(trecee…)
oscuridad.
Ahora la Voz parecía reírse de él. Soltó una breve e histérica carcajada, como si quisiera poner voz a a la Voz -“qué absurdo”-. Así que se había ido la luz. Perfectoperfectoperfecto. La puerta estaba bien cerrada. Pero fuera lo que fuese ese ser de los ojos rojos, no era el gato y sin ninguna luz no había nada que lo protegiera. Un momento… los gatos son seres demoníacos, los ojos rojos… -”a mi salud mental le vendría mejor no pensar en… ello… dando sentado que es un par de ojos”- sí, podía ser el gato. Oh, sí, perfecto de nuevo, perfectísimo. Un gato del diablo. Al menos (TRECE) iba armado. Un cuchillo de cocina, de sierra. “No tendrá buen filo, pero se debe disfrutar de lo lindo con uno de estos clavado en el estómago”. Otra risilla nerv..(treeeece) histérica, in crescendo, que acabó rayando la carcajada, contenida por fin cuando pudo taparse la boca con la mano.
Con la mano temblando, cogió otro cuchillo del cajón aún abierto. “Debo dar miedo”, pensó, y, en un acto no carente de su punto absurdo, reunió el suficiente valor para mirarse el el reflejo del cristal de la ventana. Efectivamente, daba miedo contemplarse. Y también daba miedo lo que le permitía ver la ventana. No había sido su intención, pero pudo comprobar que la ciudad, al menos hasta donde le alcanzaba la vista, estaba completamente a oscuras. Ni alumbrado, ni semáforos, ni luces en los demás edificios. Un corte de luz general, vaya. De nada le serviría escapar por la ventana, el ser de los ojos rojos estaría en su salsa allí. Y quién sabe qué más seres podían habitar la oscuridad. Además, se mataría con la caída. Oh, qué estúpido, cualquiera sabe que hacer un triple mortal desde un (TRECE) decimotercer piso no es saludable. Oh, la vocecilla había vuelto a acertar. Y volvió a sentir la cabeza estallar, y la vista nublarse. Estupendo. Se sentía a punto de desmayar. Pero luchó contra la sensación. A saber qué haría ese puto gato -“¿gato? si es que realmente ha sido un gato alguna vez”- con él inconsciente.
Esa oscuridad… todo parecía en contra suya. Deseó no haber despertado, no haber ido a la cocina, no haber cogido el cuchillo, no haber mirado por la ventana para ver esa inmensa oscuridad. Pero ya estaba hecho, así que debía tomar cartas en el asunto si no quería volverse loco de terror o -quién sabe- morir en las garras de algún extraño ser. Pero intentar matarlo era peligroso… ojalá la puerta de la cocina tuviera pestillo. Chorradas, chorradas. Seguro que los ojos eran parte del sueño.
Sí, dentro de un rato despertaría, esta vez de verdad, y se reiría de toda esta locura.
Además, seguro que el gato tenía los ojos rojos por alguna clase de infección.
Normal, en un gato criado en la calle.
Sí, tenía que ser eso.
Pero eran tan demoníacos y a la vez tan… tan reales… no, la infección no era una explicación válida. Oh, Dios, estaba empezando a compadecerse de sí mismo. Así no hay forma de echarle cojones… no sólo se le nublaba la vista, también el pensamiento, por segunda vez. Cerró los ojos con fuerza, intentando convencerse de que aquello no era nada más que una prolongación del sueño. Sí, había oído hablar de esas cosas, era probable que no fuera más que una terrible pero, por suerte, irreal pesadilla de esas en las que uno imagina su despertar pero en realidad sigue soñando.
Definitivamente estaba demasiado nervioso. Es posible que no fuera un sueño. Vale. Sería un producto de su miedo a la oscuridad. Las voces eran otro aditivo más a ese pánico. Todo se solucionaría moderando y dominando sus nervios.
Oyó un crujido a su espalda.
Mierda…
Ruido de pasos. Un chasquido. Pausa.
Respiró hondo y aguzó el oído.
Otro chasquido. Gruñido. Ruido de pasos.
Se dio la vuelta con el corazón de nuevo acelerado al máximo. “Voy a palmarla”. Sintió una descarga de adrenalina que se complementaba misteriosamente con el miedo para colocar su cerebro en un estado de alerta máxima. Su subconsciente le había preparado, así que no sintió sorpresa cuando la puerta se abrió. (ÉCHALE COJONES) “Échale cojones “. Sí, era su única oportunidad. Vaya, la Voz había intervenido de nuevo, ya casi la echaba de menos, casi casi. Alzando las dos manos corrió hacia la puerta y asestó dos certeras puñaladas, una en cada uno de los puntos rojos que habían aparecido prácticamente a la altura de su cabeza. Un grito demoníaco, extremadamente agudo, desgarró el silencio. La vista se le nubló aún más. El maldito gato (DEMONIO) demonio seguía haciendo ruido. “Van dos”. Subió la mano derecha mientras retorcía la izquierda en el hoyo del ojo del gato (DEMONIO) demonio.
(TREcE TRECE treeeece)
La Voz susurraba de nuevo. La cabeza le palpitaba, parecía tener un tambor en cada sien, y, de regalo, en el pie derecho un bombo. Buena batería. Clavó el cuchillo derecho en alguna parte del demonio. “Vamos a hacer sonar los platillos”.
(TRES)
Se sentía seguro por primera vez desde que se había levantado. Pero el mareo no cesaba. Tendría que acabar pronto con la vida de ese miserable ser del averno, necesitaba… necesitaba dormir.
(¡TRES!)
Sacó el cuchillo izquierdo mientras removía el derecho en su sitio, repitiendo el proceso anterior.
Volvió a clavarlo de nuevo, con todas sus fuerzas. No sabría decir muy bien en qué lugar, pero lo había clavado.
(cuaaaaatro)
Se sintió súbitamente feliz. “Fui capaz de echarle cojones”. Repitió el proceso, cambiando las manos.
(cinco)
Una vez más. El mareo iba en aumento.
(seis)
De nuevo. Esta vez alargó el retorcer del cuchillo. Placentero, de verdad.
(SIETE)
Y otra vez.
(ocho)
Y otra.
(nueve)
Y otra.
(diez)
Paró un momento. Apenas era capaz de ver algo. Los demás sentidos también parecían abotargados, sentía un cosquilleo en las manos y los oídos le pitaban. Pero al menos ahora no le dolía tanto la cabeza. Sentía más bien… sueño
(¡DIEZ!)
Volvió a repetir el proceso de las anteriores puñaladas.
(once)
Y entonces, sacó ambos cuchillos. Esperó un instante y escuchó, el demonio no se movía ya. Pero debía rematarlo.
Por si acaso.
Clavó los dos cuchillos al unísono.
(¡¡¡TRECE!!!)
Le invadió un inmenso cansancio, pero atinó a ponerse en pie. Estaba agachado. ¿En qué momento se había…? Cansancio. Igual, daba igual. Cansancio, cama. Dos palabras, era bien sencillo.
Dio los trece pasos que le separaban de la habitación tambaleándose, y chocando de cuando en cuando con las paredes. La Voz había callado por fin. Se estrelló contra el marco de la puerta. Estaba abierta. “Menos esfuerzo”. Ya no veía absolutamente nada. Dejó caer las armas de sus manos y se arrojó a la cama, sobre la que quedó inmediatamente dormido.
(bien hecho)
Luz.
Hmmm…
Oscuridad. Sueño. Tranquilidad.
Maullido.
Hmmm…
Silencio. Sueño. Tranquilidad.
Luz. Maullido.
Hmmm…
Luz. Oscuridad. Luz. Luz.
Hmmm… ugh…
Más luz. “¿Qué…?”
Qué pesadilla más jodidamente terrible. Los gatos no tienen los ojos rojos. No son tan altos como una persona. Qué tontería. Además, hay luz. Qué apagón ni qué hostias. ¿O será de día ya?
Abrió los ojos. No, no era de día. La luz provenía del pasillo, pasaba a través de la puerta. “Cariño, he tenido una horrible pesadilla” Pero no salió ningún sonido de su garganta. Carraspeó mientras se giraba hacia el lado de su mujer. “Cari…” No había nadie más con él en la cama. Estaba en el lado de su mujer. “¿Dónde coño andará?” Sacó la pierna derecha, sin preocuparse por estar llevándose las sábanas y enmarañando toda la ropa de cama. En el momento de apoyar el pie en la moqueta, un rápido pero duradero latigazo de dolor le recorrió la pierna, desde el meñique de ese pie hasta la rodilla. “No es normal, joder”. Apartó la sábana de una patada, sintiendo dolor en varias ocasiones más, sin un aparente patrón lógico, cuando trataba a patadas de sacudirse la sábana superior. Cuando al fin estuvo libre observó la masa roja (sanguinolienta) que se colocaba como un dedo más. Sí, su meñique. Se lo había roto. Con la pata de la mesa.
Así que no había sido un sueño. Avanzó un paso, cauteloso. Intentó moderar su creciente intranquilidad, y con deliberada pausa, recogió la sábana que un segundo antes había arrojado delante de la cama de una patada. Al quitarla de su sitió descubrió un cuchillo de sierra con restos de… algo, y con el mango, que debiera ser de madera, recubierto de una sustancia sospechosamente parecida a la sangre. Notó como un nudo comenzába a formarse en su garganta, y otro en su estómago, a la vez que la cabeza empezaba a dolerle. “No era un sueño…”. Alzó el cuchillo y pudo comprobar que los restos negruzcos de su filo eran de alguna clase de carne. Sin cocinar. Olía a carne fresca. Fue el olor lo que terminó de despertarle, y cobró súbita conciencia de lo que había hecho. Su vista se nubló y la cabeza empezó a palpitarle. Ese olor… el demonio… su carne… eso no era… “No era un demonio”. Era humano. Cerró los ojos y de su garganta salió algo que pretendía ser un alarido capaz de romper tímpanos, pero que en su estado apenas fue un silbido que murió en una tos insalubre y dolorosa. Su cuerpo se convulsionó, pero permaneció clavado en el sitio.
Volvió a abrir los ojos y miró fascinado el cuchillo. Seguía en su mano. Lo soltó y salió a la carrera de la habitación, cerrando de un portazo. Giró a la derecha, hacia la puerta del salón. Cuando la abría sintió que la luz a sus espaldas se desvanecía. La luz se había vuelto a ir. Lo ignoró, y continuó corriendo, tropezando por el camino con algo suave y blando, que le hizo parar bruscamente. Miró al suelo y encontró al gato, adormilado aún, pero despertando tras el súbito porrazo que había recibido. No le sorprendió verlo vivo. Lo agarró del cuello y lo alzó. Maulló tan fuerte como pudo, ese energúmeno humano le estaba haciendo daño. El felino le clavó las uñas en la muñeca con todas sus fuerzas, y arañó intentando cortar con toda la profundidad que pudo. Pero ese maldito bípedo no aflojaba la mano. Y se le acababa el aire, la mano alrededor de su cuello lo estaba ahogando.
El maldito bípedo miró hacia la ventana que tenía enfrente. Estaba abierta, era lógico, en verano, intentar refrescar un poco la casa. La decisión estaba tomada. En realidad, no le quedaba otra alternativa. Tomó carrerilla y se lanzó al vacío saltando limpiamente por el hueco. “Trece pisos”, pensó triunfalmente. “Tú te vienes conmigo”.
“Buen titular: APUÑALA A SU MUJER Y SE TIRA POR LA VENTANA CON SU GATO. LOS TRES SERÁN ENTERRADOS EN LA MISMA TUMBA”, fue su último pensamiento antes de que la oscuridad lo envolviera por completo. Estuvo inconsciente un par de minutos, había caído sobre un seto, lo cual no contribuiría a salvarle la vida, sino más bien a hacer la agonía más penosa. Después su oído volvió a funcionar. Oyó un maullido. La maldita bestia había sobrevivido. Pero él tenía sueño. No sentía dolor, sólo ganas de dormir. Abrió el ojo derecho todo lo que pudo, pues el izquierdo no parecía responder. No vio nada. Quiso aspirar aire y lo que consiguió fue una vista más nublada aún, sabor metálico en la boca y pitido en los oídos. Ya quedaba poco para el fin.
Sueño… algo (hola, soy yo, me reconoces?) le rozó el brazo. No podía moverse, pero su cerebro imaginó que alzaba la cabeza. Afuera no había farolas u otro tipo de luz, pues la ciudad casi completa estaba a oscuras. Pero él vio a su mujer de pie frente a él. También era miope, pero distinguió cada rasgo de su cara. Estaba de pie, frente a él. Tenía puesto el mismo camisón que la última vez que la había visto con vida. Estaba manchado de sangre, y desgarrado por el vientre. Podía distinguir con asombrosa claridad un tubo carnoso, rojizo, que colgaba. Debía ser parte del intestino. Se fijó en sus ojos. Mejor dicho, las cuencas de sus ojos. Un líquido entre amarillento y rojo goteaba en gordas y viscosas gotas, mezclándose con la sangre de los pómulos, horriblemente despellejados. Su esternón presentaba un agujero que parecía de escopeta de perdigones: un monstruoso agujero que permitía ver el hueso destrozado a través de él, los restos del esternón, el esófago y alguna vena o arteria (¿yugular?) El hueco tenía un diámetro impresionante. Recorrió su borde con la mirada, en sentido antihorario, y llegó a donde la clavícula se ocultaba de nuevo bajo la carne sana de su hombro derecho. Sobre él descansaba el gato negro, mirándolo con sus ojos del color del fuego. El gato era negro como el infinito. Una pata le colgaba en posición antinatural.
La mujer habló. Pero él empezaba ya a desvanecerse. “Eres un sádico hijo de puta.” No pudo responder, no le quedaban fuerzas. El gato tomó la palabra. “Trece puñaladas. Trece…”. Y su cerebro dejó de ver y de oír. “Yo no… no quería… fue… culpa…
(tranquilo, lo hiciste bien)
…culpa de las… de La Voz de Los… del… el gato… ugh…”, esta vez pudo formar la frase en su mente, pero a medias, pues empezaba a ser incapaz de encontrar las palabras: su cerebro había perdido la capacidad del habla. Por supuesto, de sus labios no salió nada, y su penúltimo y emborronado sentimiento fue uno tan cotidiano y poco poético como la frustración. Fue entonces cuando todo se nubló por completo, por última vez. Sus últimas ondas de actividad cerebral contenían una sensación de alivio: el sueño estaba a punto de terminar, faltaba poco para despertar. Su corazón ya se había parado. No despertó -o al menos, y por fortuna, no en este mundo-. Estaba muerto.
Al cabo de treinta minutos, la luz volvió a bañar las calles. En el pasillo de un decimotercer piso de un anónimo bloque de edificios de aquel barrio obrero de una olvidada ciudad-dormitorio del extarradio capitalino, una luz volvió a encenderse por enésima vez esa noche. Pasados cuarenta y ocho, amaneció. Cincuenta y tres minutos después de su fallecimiento, un hombre que sacaba a su perro al paseo matutino lo encontraría en la acera y avisaría a una ambulancia y a la policía. Otro caso más de violencia machista, que habría pasado desapercibido, de no ser por la brutalidad… y por el gato. Al día siguiente, un titular bastante similar al imaginado por el asesino ocuparía un lugar destacado en las portadas de los periódiscos de sucesos. “El gato sobrevivió”, dirían los comentarios al pie de las fotos del cadáver del hombre.
A la voz nadie la mencionaría.
(una pena)